Sin la sombra del decreto religioso que lo condenó a muerte —anulado por el gobierno iraní en 1998—, Salman Rushdie recibió a Ñ en Nueva York, donde vive y acaba de presidir un encuentro internacional de escritores. El autor de “Los versos satánicos” habló del rol de los intelectuales, de los signos de intolerancia que nota en los EE.UU. después del 11 de setiembre, y también de su próxima novela.

Escritor británico de origen indio y religión musulmana, a finales de los años ochenta Salman Rushdie fue propulsado al primer plano de la escena internacional cuando, a raíz de la publicación de su novela Los versos satánicos, el ayatolá iraní Jomeini lo condenó a muerte por blasfemia contra el Islam. Durante nueve años Rushdie se vio obligado a vivir en la clandestinidad hasta que en 1998 el régimen iraní anuló la fatwa —o decreto religioso—, que lo sentenciaba a muerte. Desde entonces ha participado en numerosos actos internacionales en favor de la libertad de palabra y de los escritores perseguidos, y ya con la tranquilidad recuperada, se mudó a Nueva York, ciudad que hace un año fue testigo de su cuarto matrimonio, esta vez con la joven actriz y modelo india Padma Parvati. Allí también ejerce la presidencia de la sección estadounidense de la Asociación de Escritores PEN, que en abril reunió a autores de casi cincuenta países para dialogar sobre literatura.

Sin los custodios ni los operativos de seguridad que fueron su rutina durante casi una década, la entrevista de Rushdie con Ñ tuvo lugar en los predios de la New School University, en el bajo Manhattan, en la tarde en la que el Festival PEN Voces del Mundo llegaba a su fin. En mangas de camisa, y ya despojado de la chaqueta blanca que llevaba, Rushdie se encontraba extremadamente fatigado después de una larga semana de eventos, debates, cenas y cócteles. A lo largo de esos días había concedido decenas de entrevistas cortas, en las que necesariamente se veía obligado a repetirse; pero restándole importancia a su propio cansancio accedió con elegancia muy británica a concederme una conversación más larga y en profundidad.

Eran las cinco y media de la tarde y aún no había almorzado. Debido al constante número de personas que intentaba localizarlo y que amenaza con interrumpir nuestra charla, los encargados de prensa del Festival lograron “escondernos” en una parte aislada de la New School, dentro de un aula de clases extrañamente vacía para esas horas. Allí conversamos. Al rato, una asistente entró en la sala cargando una copa de vino tinto y un plato con pastelitos para el escritor, que entonces sí, compartió sus impresiones del Festival de las Voces del Mundo, y reflexionó sobre el papel del escritor y los cambios ocurridos en Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre.

– —Al cabo de una semana de debates, actos, reuniones y encuentros, ¿cuál es su balance del Festival?

– —Estamos muy satisfechos. Al principio pensábamos que existía en Nueva York un deseo por escuchar a los escritores internacionales y que la atmósfera de la ciudad se prestaba bien para ello. En cierto modo, Nueva York no es Estados Unidos, del mismo modo que San Francisco, Boston o Chicago, tampoco lo son. Esta es una de las ciudades más tolerantes del país, que escucha aun esas voces a pesar de que Estados Unidos y el resto del mundo dejaron de hablarse. Queríamos reiniciar esa conversación. Pero, una cosa es pensar que existe el interés, y otra es ver que existe y que cobra vida. Lo más emocionante es el número de personas que asistió. La mayoría de las actividades agotaron todas sus entradas. Y algunas hubieran podido vender hasta el doble si hubiésemos dispuesto del espacio necesario. Nuestro cálculo era correcto. El enfoque internacional es posible. Mi plan ahora es que se convierta en un evento anual, pues ya sabemos que existe una audiencia.

– —¿Cómo cree que el Festival de escritores ayudará a Nueva York y a los Estados Unidos a abrirse al mundo?

– —Los lectores en este país, y el público en general, van descubriendo que las noticias que recibimos no son el tipo de información que necesitamos. Entiendes los hechos, pero no entiendes su sentido, aquello que sólo la literatura puede darnos. Por ejemplo, ¿cómo son estos países de los que se habla en las noticias? Así vemos que la gente regresa a los libros buscando informarse. Y Cometas en el cielo del afgano Khaled Hossein y Leer Lolita en Teherán de Azar Nafisis se convierten en grandes éxitos de venta. Es sorprendente porque nadie esperaba que esto ocurriera. Es esta información la que buscan los lectores, porque les importa saber sobre Irán o Afganistán.

– —Remontémonos al 11 de septiembre de 2001, hito que inicia los profundos cambios que, a su vez, motivan al PEN a organizar esta reunión de escritores.

– —Sí. Esta reunión es una respuesta a una respuesta. Después de esa fecha, la vida intelectual y política en este país se transformó. Estados Unidos se asustó, poniéndose muy a la defensiva, si bien es cierto que la tragedia fue espeluznante. Aun hoy, cuando me acerco hasta el Punto Cero, donde estaban las Torres Gemelas, se me hace todavía horrible. Ante esta nueva situación de miedo se permite que el gobierno actúe de un modo en el que normalmente no se le permitiría. Goebbels dijo que era necesario asustar al pueblo alemán para que accediera a llevar a cabo la política de los nazis. Una respuesta a los nuevos temores es cerrar las puertas del país.

– —¿Qué ocurrió ese 11 de septiembre en la mente de los norteamericanos, en el mundo de la política?

– —Por ejemplo, he hablado con hindúes que emigraron a este país, y contrariamente a lo que ocurre en el Reino Unido, donde el racismo se concentra en los hindúes y los paquistaníes, ellos me decían que nunca habían experimentado racismo aquí, ya que éste apunta más sobre los negros. Aquí excusaban el racismo y eran comunidades al abrigo de ello, pero no después del 11 de septiembre, pues ahora la gente mezcla a los indios, los musulmanes y los árabes. Igualmente es conocido por todos que la gran mayoría de los taxistas en Nueva York son de origen paquistaní musulmán. Y luego del 11 de septiembre, todos los choferes que llevaran nombre musulmán debían desplegar o exhibir una bandera norteamericana en su taxi. Sé, también, de amigos negros norteamericanos que habían tomado nombres musulmanes, y que ahora volvieron a utilizar sus nombres cristianos. Son algunos de los cambios. Son los signos de una nueva intolerancia que no existía antes. Del mismo modo, el nombre de Francia es ahora una mala palabra aquí, por haberse opuesto con fuerza a la invasión de Irak. Y no sólo entre los republicanos más dogmáticos, sino por doquier, inclusive entre los propios demócratas. De pronto nos encontramos ante la Fortaleza Estados Unidos. En los últimos años hemos encontrado a todo tipo de personas que comienzan a tener trabas y dificultades para entrar al país, ya sean universitarios o compañías de danza. Y esto ocurre precisamente en el momento en que Estados Unidos necesita escuchar a este tipo de personas. Pensamos que debíamos hacer algo para invertir ese proceso. Para esta reunión nos aseguramos de que los participantes tuvieran sus papeles en orden. No queremos reivindicar excesivamente el impacto de este tipo de reuniones de escritores, pero ayudarán.

– —¿Existe alguna época reciente de la historia norteamericana semejante a lo que ocurre hoy?

– —No es como el macartismo, que fue un asunto interno. Entonces eran norteamericanos contra norteamericanos, que intentaban localizar al enemigo del interior. Creo que son tiempos muy diferentes. Este es un gobierno muy seguro de sí mismo, con un vasto programa ideológico. Los gobiernos pueden ser pragmáticos o ideológicos. Este me recuerda al gobierno de Margaret Thatcher en el Reino Unido, que era más ideológico que pragmático. Thatcher influyó sobre Reagan, pero éste era un pragmático. Ahora Estados Unidos es un país enormemente dividido. Me recuerda más a lo que fue la guerra de Vietnam. El país estaba dividido también y existía una gran furia entre los sectores. Como ahora. Recuerdo que visité el país en 1971. Uno sentía cuán amargas eran las divisiones entonces. Ahora el Partido Republicano no se interesa por el resto del mundo. Aunque los demócratas sí se interesan. Acaso el núcleo de los lectores es liberal. Pero, según mi parecer, éste no es un asunto de izquierdas o de derechas. Es un asunto entre los Estados Unidos y el mundo. Lo que necesitamos es fecundación recíproca.

– —¿Cómo percibe el poder de la escritura y de los escritores hoy? Al compararlo con los escritores durante los años treinta y la Segunda Guerra Mundial, ¿ha cambiado? ¿Por qué?

– —Los escritores de hoy tienen menos influencia, y en los Estados Unidos, considerablemente menos. Aun si tomamos en cuenta los años sesenta y setenta, cuando se contaba con la presencia de Norman Mailer, Arthur Miller y Susan Sontag. Es muy difícil para un escritor hacerse escuchar en los Estados Unidos. En Europa existe todavía la posibilidad de que los artistas participen en los debates, porque la gente se interesa en lo que tienen que decir. Pero aquí no, y se debe a que la gente no se interesa. En las elecciones de noviembre pasado me impresionó que nadie le preguntara lo que pensaban a novelistas como Don DeLillo o Paul Auster. A ninguno de los encargados de las páginas de opinión de los diarios del país se les ocurrió preguntarles. Esto no ocurriría en Inglaterra, Francia, Italia o España. Es una consecuencia de la profesionalización del periodismo, pues la gente cree que columnistas como Thomas Friedman y Maureen Dowd, del New York Times, son los únicos que saben de política y que los escritores son meros aficionados al tema.

– —Hablemos un poco de su vida de escritor. Vive en Nueva York desde 1999: ¿cree que su lugar de residencia ha influido en su escritura?

– —No lo sé. Pero publicaré una novela en otoño —Shalimar, The Clown (Shalimar, el payaso)— que comienza y termina en los Estados Unidos, aunque su trama ocurre mayormente en India. Lo que sí siento, después del 11 de septiembre, es que cada historia está relacionada con otras historias. Por ejemplo, la historia de Al Qaeda es la historia de Nueva York. Una historia norteamericana que salta por todos lados, según sea necesario.

– —Usted está ahora bellamente casado y la fatwa (el edicto religioso que lo condenó a muerte) ha sido anulada. ¿Cómo es su vida ahora que disfruta de la libertad de un hombre corriente?

– —Hace ya siete años que terminó, pero tomó sólo dos días para que calara en mí. La normalidad se instala. Recuerdo el día que terminaron la vigilancia y los guardaespaldas. Recuerdo cuando, por primera vez, me encontré solo en la calle buscando un taxi. Estoy feliz de poder comportarme como una persona común y corriente. Recuerdo cuando vivía escondido y tuve que asistir a una reunión en París. Cruzaba la Plaza de la Concordia en un auto con escolta. La policía francesa había cerrado todas las calles de acceso a la plaza, y yo miraba a la gente sentada en los cafés y me preguntaba cuándo yo podría hacer lo mismo.

– —¿Cuáles son sus próximos proyectos?

– —Con el Festival Voces del Mundo ya concluido, voy a empezar a escribir otro libro. Mi hijo de ocho años está haciendo una potente campaña para que le redacte un libro para niños. Ya le escribí uno a mi hijo mayor cuando era pequeño. Ahora él reclama el suyo.