Esteban Bedoya received the 2010 PEN/Edward and Lily Tuck Award for Paraguayan Literature. Read the English translation of this excerpt.


La especial deferencia que daba el cardenal a su mucama pudo haber sido interpretada por ésta como una licencia para que ella tomara la iniciativa de solicitar unos “breves momentos” para unas parientas llegadas desde la península de Yucatán.

—Eminencia, ellas se prepararon con mucha anticipación, ahorrando y privándose de muchas cosas, para poder conocerlo.

El cardenal sabía de la reputación que le otorgaron como protector de una humilde centroamericana, a quien elevó desde lo profundo de la desesperanza hasta la cúspide del conocimiento y, por lo tanto, entendía la admiración que las parientas sentirían por él.

El departamento del purpurado fue adornado con flores para recibir por unos minutos a la comitiva. Él no modificaría su rutina sabatina, seguiría con la lectura de algún libro de filosofía, sin descuidar los expedientes de la Comisión para la Doctrina de la Fe. La morada estaba despertando de una larga siesta cuando, a las dieciséis y veinte, Sor Pascualina informó:

—Eminencia, mis primas ya están aquí.

El cardenal tuvo una primera intención fallida de postergar la entrevista pero, consciente del sacrificio realizado por las mujeres, levantó la mano derecha dando a entender que en cualquier momento estaría con ellas.

Habían pasado cuarenta minutos cuando Joseph Ratzinger ingresó a la sala donde regularmente recibía a embajadores, políticos y poderosos empresarios. Las damas vestidas de negro llevaban mantillas como símbolo de respeto.

—Bienvenidas, señoras … ¡Pero ésta es una visita amigable!—, dijo aparentando interés por conocer sus caras.

Estaban sentadas una al lado de la otra, acompañadas por los gatos del cardenal, bestias silenciosas que parecían narcotizadas por los masajes de las damas.

—¡Veo que han hecho amistad!— señaló Su Eminencia interrumpiendo el idilio animalesco, mientras hacía crujir la curul ubicada en el centro de la sala —¡No hay que acostumbrarlos a las debilidades humanas!— les advirtió con un tono de voz que parecía impregnado de celos. Luego ordenó a Pascualina:

—Puede traer el ambigú.

Por dar el gusto a la autoridad, o tal vez como gesto de confianza, Magdalena se sacó la mantilla dejando al descubierto su fealdad. Tenía en las mejillas manchas de colorete y rimel barroso en las pestañas. Vano esfuerzo por ocultar la timidez, pensó el cardinal. Inmediatamente, Ananeglis la imitó, exponiendo los sufrimientos que no pueden maquillarse.

—Su Eminencia ha sido muy generosa en recibir a estas viejas damas— dijo Magdalena. Y prosiguió: —Tenemos una foto suya sobre la cómoda … al lado de las imágenes de Chac y de Cuauhcíhuatl. Nuestras oraciones se dirigen a ustedes.

El cardenal se sorprendió ante el osado paganismo de las indígenas y decidió seguirles la corriente:

—Déjenme decirles que desde hace tiempo tengo curiosidad por saber algo más de mi asistente— dijo amablemente, sin poder disimular la voz pegajosa, empalagosa a causa de la desinhibición que lo estaba poseyendo, alteración que pareció percibir Ananeglis, que sonrió como si la estuviesen cortejando en una feria popular.

Con esa amigable confrontación las caras inexpresivas comenzaron a emitir muecas, que resultaron suaves impulsos eléctricos aplicados sobre la nuca y la libido del cardenal.

—¡Señoritas, me alegra tenerlas aquí!— dijo eufórico, como si ellas fuesen el producto seleccionado en un remate de esclavos. —¡Fa caldo!— agregó, mientras se secaba la transpiración, dándole suaves golpes de pintor impresionista a la amplitud de su frente pétrea.

Seguramente el calor de las velas humeantes derritió la pintura de las pestañas de Magdalena y comenzó a chorrear sobre los párpados, tiñendo las ojeras como si fuesen charcos de petróleo donde hundiría la mirada. El amplio living se llenó de oscuridad, anticipando el comienzo de una tormenta veraniega.

—¡Disculpen, señoritas, estamos con poca luz … las mandaré encender!

—¡Así nos gusta! Y también a Su Eminencia— sugirió Magdalena. —Ahora, cuéntenos usted, ilustre señor, qué siente por nuestra parienta.

La desfachatez de la pregunta silenció a Ratzinger, quien instintivamente sospechó que estaba en presencia de seres burlones. Las relacionó con las brujas incineradas por la Inquisición. Pero Magdalena y Ananeglis no parecían atormentadas sino, por el contrario, era él quien sufría el tormento brutal de sentirse abandonado en su propio hogar.

—No tengo nada que decir de ella— murmuró con la lengua torcida a consecuencia de los efectos de un vaho vaginal que comenzaba a impregnar el refinado y casto salón. Joseph nunca había sentido esa fragancia. Alguna vez, tan sólo algunas pocas veces, la efervescencia del champagne le había estimulado deseos inapropiados.

—¿Nada que decir?— respondió Ananeglis, de pie a su lado, frotando impúdicamente el hombro del anciano. —¡Anda, dime, Joseph! ¿qué sientes por Pascualina?

Ratzinger intuyó que estaba dialogando con emisarias de los pervertidos teólogos de la liberación y reaccionó gritándo: —¡Blasfemias de bruja salen de tu boca!… ¡Esa india servil nada es para mí!— Y fue aplacando de a poco la voz, al tomar conciencia de estar entibiando una mano en el muslo de quien lo acosaba.

—¿Y por qué me tocas …, acaso no soy india también?— le dijo socarronamente, para luego maldecirlo: —Pascualina será tu salvación.

El cardenal tuvo una visión que lo conmovió, al punto de creerse a expensas de dos indias viajeras del tiempo. Temeroso de ser utilizado por fuerzas demoníacas, gritó con el alma: —Pascualina, ¡Pascualina! Pedido de auxilio de rancio aliento sacerdotal.

***

El día domingo comenzó con un sobresalto a consecuencia de los maullidos de las criaturas del cardenal, bestias aterciopeladas que se abalanzaron contra la ventana en el momento que Sor Pascualina espantaba dos palomas negras que buscaban refugio tras el vidrio.

—¿Le ocurre algo, Eminencia?— preguntó la monja mientras acercaba la bandeja del desayuno.

—¿Qué?— respondió Joseph a duras penas, dando un forzado revolcón para lograr despertar.

—¿Durmió mal?

—¡No, no!… ¿Dónde están sus parientes?

—Siento gran vergüenza, Su Eminencia, pero no logro comprender por qué no vinieron.

—¡Pero …!— reaccionó, agachando la cabeza para que la monja no percibiese el desconcierto que lo agobiaba. ¿Habría sido un mensaje revelador sobre la identidad de Sor Pascualina, o simplemente una pesadilla de la cual ni un futuro Papa está exento?


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