DOS HIJOS

Déjame que te cuente las palabras.
Somos los hijos de los rojos versos
que vuelan cuando está la noche encima.

Qué pálidos amantes, pues nos vemos
sólo a través de los rocíos fríos
que salen a morir por un momento.
Está la hoguera presta. Y ya la sangre
de la poesía corre por los huecos
de nuestras manos blancas y apretadas
contra las piedras y los malos vientos.

Yo vengo desde el fondo de tus letras
para que en mí te veas. Y te muerdo,
amante, cada día con dulzura.

Porque imposible es todo yo te quiero.

Ya escribes en mi alma los poemas
con que me abrazas desde tu silencio,
me sueltas y me vuelves a abrazar.

¿Escuchas cómo va pasando el cielo?

MADRE

Entre las sábanas enfermas, madre,
te duermes sin saber de mi vigilia.

Escúchame callar en esta hora
de muerte, de silencio y de agonía.

Cuán sana fluye la existencia afuera
con su rumor de rosas encendidas.

Tenía pocas cosas que decirte,
y aquí me tienes vuelta piedra herida.

¿Por qué tuviste la terrible culpa
de haberme dado leche de desdichas?
Recuerdo mi terror a los relámpagos.

Qué eternas esas noches se me hacían.

Caían Dios y rayos pero tú,
tardando, en mi rincón aparecías.

Mi madre loba que te vas muriendo,
he aquí, gimiendo, a tu pequeña cría.

POETA

Hablemos de poesía. Se me ocurre
que Dios no sabe sus palabras tristes.

Y yo tampoco sé por qué las tardes
en sus lejanos ojos se hacen grises
o sus primeros versos callan distraídos
en el instante de morir un cisne.

Decir la mar es pronunciar poesía.

Decir poesía es no sé qué mentirse.

Ella soplando el corazón del hombre
con fuego amargo en el papel escribe.

Si está la rama próxima a romperse
porque la luna loca al mar lo riñe,
yo sé que la poesía se desata
con grandes olas en poetas tristes.

No buscan pájaros ni luz sus versos.

Persiguen la razón por qué morirse.