¿Se va la poesía de las cosas
o no la puede condensar mi vida?
Ayer—mirando el último crepúsculo—
yo era un manchón de musgo entre unas ruinas.

Las ciudades—hollines y venganzas—,
la cochinada gris de los suburbios,
la oficina que encorva las espaldas,
el jefe de ojos turbios.

Sangre de un arrebol sobre los cerros,
sangre sobre las calles y las plazas,
dolor de corazones rotos,
podre de hastíos y de lágrimas.

Un río abraza el arrabal,
como una mano helada que tienta en las tinieblas:
sobre sus aguas se avergüenzan
de verse las estrellas.

Y las casas que esconden los deseos
detrás de las ventanas luminosas,
mientras afuera el viento
lleva un poco de barro a cada rosa.

Lejos . . . la bruma de las olvidanzas
—humos espesos, tajamares rotos—,
el campo, ¡el campo verde!, en que jadean
los bueyes y los hombres sudorosos.
 
Y aquí estoy yo, brotado entre las ruinas,
mordiendo solo todas las tristezas
como si el llanto fuera una semilla,
y yo el único surco de la tierra.

-Pablo Neruda